Un amigo mío trabajaba en una farmacia mientras estudiaba en la Universidad de Texas.
Su trabajo consistía en hacer entregas en algunos hogares de ancianos en la zona de Austin. Una tarea adicional era un breve viaje a una puerta vecina.
Cada cuatro días se echaba al hombro una gran botella de agua y la llevaba más o menos cincuenta pasos a un edificio detrás de la farmacia.
La cliente era una anciana de unos setenta años que vivía sola en una habitación oscura, con escasos muebles y falta de aseo. Del cielo raso colgaba una bombilla. El empapelado estaba manchado y roto. Las cortinas cerradas, y la habitación se veía lúgubre.
Steve dejaba el agua, recibía el pago, daba gracias a la señora y salía. Con el transcurso del tiempo comenzó a sentirse extrañado por esa compra. Supo que la mujer no tenía otra fuente de agua. Dependía de su entrega para lavar, bañarse y beber durante cuatro días. Extraña elección.
El agua municipal era más barata. La ciudad le hubiera facturado de doce a quince dólares mensuales; sin embargo, su pedido en la farmacia alcanzaba cincuenta dólares al mes. ¿Por qué no eligió el aprovisionamiento más barato?
La respuesta estaba en el sistema de entrega. Sí, el agua municipal costaba menos. Pero la ciudad enviaba solamente el agua; no enviaba una persona. Ella prefería pagar más y ver un ser humano que pagar menos y no ver a nadie.
¿Cómo puede alguien estar tan solo?
Vía Renuevo de Plenitud
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