En los tiempos que corren hay serpenteando en torno al pescuezo de la publicidad dos narrativas diametralmente opuestas. La primera de esas narrativas jura y perjura que no hay nada más importante que la creatividad y que esa creatividad es precisamente el arma secreta de los publicitarios, la que les distingue del resto de los mortales.
La segunda narrativa pone el foco en que la creatividad no es patrimonio exclusivo de los publicitarios. Las ideas pueden emerger en cualquier lugar y tales ideas no tienen más valor (ni menos) porque hayan echado raíces en la (fecunda) cabeza de un publicitario.
Sin embargo, es imposible fijar la mirada en estas dos narrativas sin soslayar dos monumentales malentendidos que acechan como una mala sombra a los publicitarios, los relacionados con dos conceptos: el de creativo y el de idea.
“Creativo” no es en absoluto la descripción de un puesto de trabajo, asegura Damon Stapleton en un artículo para Little Black Book. Es una habilidad indefinida y más bien vaga que atesoran en sus entrañas no sólo los publicitarios sino también los cocineros y los jardineros (por poner sólo dos ejemplos).
La denominación que los publicitarios han tenido a bien a endilgarse a sí mismos (“creativos”) está totalmente huérfana de definición y erosiona inevitablemente el valor de su trabajo.
El segundo malentendido que atenaza a los publicitarios es el emanado del concepto “idea”. ¿Qué es en realidad una idea? Es desde luego mucho más que un par de palabras garabateadas en un post-it.
Para muchos existe la percepción generalizada de que tener una idea es un como un parto (y como tal duele). Sin embargo, lo cierto es que lo que de verdad resulta complicado es “mimar” la idea y dedicarse a ella (en cuerpo y alma).
Cualquiera puede tener una idea, pero venderla, ejecutarla y exprimirla al máximo para traducirla en centenares de ejecuciones diferentes exige que detrás haya una persona ungida con dones especiales. La particular amalgama de talento y dedicación es sumamente difícil de encontrar, recalca Stapleton.
A los publicitarios se les cuelga a menudo el sambenito de “rock stars”, pero lo cierto es que los publicitarios (los mejores) son más bien como pastores. Están allí donde la idea tiene a bien salir del cascarón. Y tratan de mantenerla a salvo y moverla en la dirección correcta. Están además siempre al quite y se aseguran de que la idea que tienen a su cargo no va a morir a la primera de cambio y acabar entre las fauces de hambrientos lobos.
El talento de un publicitario es tan importante como su resistencia. Y esta peculiar fusión de elementos no es definitivamente para todo el mundo.
Otro aspecto de índole irremediablemente espinosa que entronca con las ideas es que todo el mundo parece tener el convencimiento de sus propias ideas son el epítome de la creatividad (y son, por lo tanto, absolutamente grandiosas).
Las ideas son efectivamente grandiosas cuando se quedan al cómodo abrigo de la teoría (pura y dura) y no se ponen en práctica. Pero cuando una idea se ejecuta y puede valer potencialmente millones de dólares, tiene que haber un último responsable que no sólo reciba los “palos” (que seguro le van caer) sino que sea capaz también de tomar cientos de decisiones tan minúsculas como poco glamurosas.
Es evidente que tener una idea (una extravagancia al alcance de cualquiera) dista mucho de ejecutar (de manera permanente) esa idea, dice Stapleton.
Muchos creen, sin embargo, erróneamente que tener una idea es lo mismo que ejecutar una idea. Y está claro que no lo es, puesto que lo segundo supera con creces a lo primero.
Si los publicitarios son importantes, si su trabajo es de suma relevancia, es porque convierten en realidad las ideas.
Los publicitarios saben mejor que nadie que una idea está despojada totalmente de significado a menos que se ejecute. Y eso es lo que les hace moverse hacia adelante. Es la capacidad de los publicitarios para ejecutar ideas que, de lo contrario, se quedarían atrapadas en el papel lo que les convierte en diferentes y les hace también sumamente valiosos.
“Parir” una idea en un proceso indoloro que está al alcance de todo el mundo. Hacer realidad una gran idea exige toneladas de coraje y pasión y también un umbral del dolor altísimo. Por eso (por mucho que algunos estén convencidos de lo contrario), las ideas no están alcance de todo el mundo, concluye Stapleton.
Un artículo publicado en Marketing Directo y, recibido via: Vallebro.com
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